Víctimas o Cómplices de las Redes Sociales
Este texto analiza cómo el mundo digital, bajo la lógica de la economía de la atención y ejemplificado por Instagram, invierte la realidad, convirtiendo a los artistas en víctimas o cómplices de un sistema diseñado para el agotamiento y la superficialidad. Critica la monocultura de plataformas que anula la autonomía. Propone un «pluralismo digital» y el modelo de «centro y radios», donde el artista controla su propio «centro» (comunidad auténtica) y usa plataformas masivas solo como «radios» de difusión. Se busca subvertir el sistema y priorizar la conexión humana sobre las métricas.
«En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso.» — Guy Debord, La sociedad del espectáculo, 1967
Desde esta inversión de la realidad, con ese quiebro de la inteligencia, podríamos dar por inaugurado el baile de máscaras contemporáneo. La etimología nos cuenta que la víctima (del latín victima) era el ser vivo destinado al sacrificio, la ofrenda para aplacar a un dios o para sellar un pacto. La víctima, pues, es aquel sobre quien se ejerce una fuerza externa que lo anula. Y en el otro lado, el cómplice, del latín complex, el que está «tejido con», el que participa de la trama.
Parecería, a primera vista, un binomio limpio, de esos que tanto gusta a una época que ha hecho de la simplificación su más rentable modelo de negocio. O estás con nosotros o estás contra nosotros. O eres víctima o eres cómplice.
Pero la cosa, como casi siempre que se rasca un poco, tiene más miga. El asunto que nos convoca es la sospecha, casi la certeza, de que hemos acabado por convertir la condición de víctima en una suerte de coartada, un refugio desde el que nos permitimos no actuar, mientras, paradójicamente, colaboramos —a veces con un entusiasmo digno de mejor causa— con el mismo sistema que nos convierte en ofrendas sacrificiales. Un sistema que, en su genialidad, ha conseguido adelgazar la realidad hasta dejarla en el chasis, convirtiendo la complejidad de la vida, y muy en especial la de las enseñanzas artísticas, en un producto de consumo rápido, en un meme, en algo, en definitiva, ridículo.
Precisamente en este panorama, la experiencia de los artistas en plataformas digitales ofrece una ilustración perfecta de este ‘ridículo’ sistémico y de la verdadera trampa. Un análisis exhaustivo de la arquitectura de plataformas como Instagram revela que los desafíos, frustraciones y el agotamiento que los artistas experimentan no son fallos accidentales, sino características integrales de un modelo de negocio basado en la economía de la atención. Instagram funciona exactamente como fue diseñada: no como una galería para el arte ni como un ágora para la comunidad, sino como un mercado incesante y altamente eficiente para la atención del usuario. La superficialidad, la competencia y la dependencia de las métricas no son errores del sistema; son el sistema mismo. La monocultura de plataformas digitales, donde Instagram ostenta una posición central, crea así una «encerrona» para los artistas, limitando sus opciones y empujándolos a una complicidad por agotamiento. Aunque intuyen que la plataforma no es una «galería para el arte» sino un «mercado incesante para la atención», se sienten obligados a participar para no perder visibilidad. Esta participación pasiva, por falta de energía o alternativas claras, los «teje con» el sistema, aceptando el «sucedáneo» de interacción en lugar de buscar una comunidad auténtica, convirtiéndose así en cómplices del propio mecanismo que vacía de sentido su práctica.
Ante esta realidad, la solución para la comunidad artística no puede ser simplemente «intentar ser mas visible» o «ser más estratégico» dentro de un juego fundamentalmente amañado en su contra. La inteligencia práctica sugiere un cambio de paradigma: abandonar la idea de una monocultura de plataformas y abrazar un pluralismo digital. Instagram puede servir como un «radio»—una herramienta de difusión de amplio alcance, un embudo superior para atraer a una audiencia casual—, pero el «centro» de la práctica del artista (donde reside la comunidad auténtica, el diálogo crítico, el trabajo en profundidad y el apoyo sostenible) debe estar en una plataforma que el artista controle directamente (un canal privado de Telegram). Esto permite recuperar la agencia y la autonomía, separando la difusión del marketing del arte y construyendo ecosistemas digitales que prioricen la conexión y la profundidad sobre la viralidad, subvirtiendo así las reglas del juego desde dentro.
Y es aquí, en esta encerrona —pues no tiene otro nombre—, donde la figura del cómplice, ese que está ‘tejido con’, revela su trágica modernidad. Nos hacemos cómplices no por maldad, sino por agotamiento. Aceptamos el sucedáneo. Renunciamos a la autonomía a cambio de una ilusión de participación. El sistema nos ofrece un sinfín de atajos que parecen creativos pero que son, en realidad, bucles en el atractor de lo previsible. Nos vende la «inundación» de información como acceso al conocimiento, cuando en realidad es una forma sutil de censura que nos induce a una «ignorancia» sobrevenida, incapacitándonos para agregar, para tejer sentido. Nos ofrece talleres de coaching ontológico y cursos de «creatividad» enlatada que prometen una catarsis de baja intensidad, un pequeño alivio emocional sin la engorrosa necesidad de una verdadera transformación.
La verdadera trampa, por tanto, no es tener que elegir entre ser víctima o cómplice. La verdadera trampa es aceptar que esas son las únicas opciones. Salir de ahí no pasa por negar nuestra vulnerabilidad ni por fustigarnos por nuestra complicidad. Pasa, más bien, por un acto de inteligencia práctica, por una astucia que nos permita reconocer las reglas del juego para poder subvertirlas desde dentro. Se trata de dejar de quejarse del menú que nos ofrecen y empezar a cultivar nuestro propio huerto, por pequeño que sea. Implica entender que la autonomía no es un estado que se alcanza, sino una práctica que se ejerce, una tensión que se sostiene.
Quizá, el primer paso no sea dejar de fingir, sino aprender a fingir mejor. Fingir que creemos en sus reglas para, desde esa aparente sumisión, encontrar los resquicios, las fallas, los puntos de fuga. Quizá el acto más radical de insumisión hoy no sea gritar «no soy una víctima», sino susurrar, con la astucia: «sé perfectamente en qué telaraña estoy tejido… y ahora voy a empezar a tirar de los hilos». En el ámbito digital, esto se traduce en la construcción deliberada de esos ‘centros’ propios, abrazando el pluralismo digital y despojando a las plataformas dominantes de su poder hegemónico, para que el arte y la conexión humana prevalezcan sobre la métrica y el engagement.